miércoles, 9 de febrero de 2011

Adios a "El Flecha"

De regreso a este espacio en un día muy triste para la literatura colombiana, hoy 9 de febrero murió en la Clínica Shaio de la ciudad de Bogotá el escritor oriundo de Lorica (Córdoba) DAVID SANCHEZ JULIAO, debido a una falla cardiaca. Nació el 24 de noviembre de 1945 en Lorica, Córdoba. Estudió literatura, comunicaciones y sociología. Era conocido y recordado por las novelas ‘Mi sangre aunque plebeya’, 'Pero sigo siendo el Rey' y obras como ‘El Pachanga’ y ‘El Flecha’.


En un sencillo homenaje a este ilustre hijo de las tierras cordobesas, transcribo una pequeña historia de su autoría: 

LA RECETA DE TITA      
José Antonio Fuencarral es un español de cuarenta años que afirma que jamás en su vida 
a visto una cucaracha en persona. José Antonio está mintiendo cuando eso afirma, o simplemente, como decimos en Colombia, se las da. Está muy de moda el dárselas de gringo   o hacerse el gringo por estos tiempos en España, ahora que este país ha empezado a sentirse más europeo por gracia y ventura del ingreso a La Comunidad. Ya los comentaristas de televisión no hablan de Ricardo Burtón para referirse a Richard Burton, ni las películas de Tarzán se doblan al español de manera que el Hombre-mono pueda advertir a su mujer la presencia de los elefantes con las siguientes palabras:  "Jáne, de a prisa que voy a por las lianas. Refugiémonos en los arrecifes que allí vienen los paquidermos". No, simplemente no, porque desde hace ya muchas, pero muchas décadas, en España hay destape; incluso idiomático. Pero eso de venir a dárselas diciendo que no se conoce cucarachas ni mosquitos, es negar la presencia en los hipermercados, como aquí los llaman, de la sección de insecticidas; esto, por decir lo menos.


            Pero las poses  de José Antonio Fuencarral  quedan en pañales comparadas con las confesiones de Tony Bean, un amigo de Nueva York, quien frente a mí contó en esa ciudad que jamás, y eso lo creo, había visto un pollo vivo. No es raro que un neuyorkino, y más si es de Manhattan, nunca haya deleitado su vista en el plumaje de una gallina, y que la idea que tenga del pollo sea la de un ave de corral nudista, sin cabeza, como un fantasma, y con las patas estiradas hacia arriba al igual que un boxeador cayendo al ring; fantasma sin cabeza que se comprará en un hipermercado, se echará en agua condimentada y se comerá con patatas fritas y verduras precongeladas. Para un extraterrestre de estos, una gallina casera levantada a mano con maíz en el patio de casa, es una referencia que recuerda la Edad Media. Un neuyorkino jamás ha visitado una granja ni sabe qué cosa es un guacal.
            En mi pueblo natal, en Sudamérica, sucede lo contrario que en Nueva York, pues allí no se conocen los pollos congelados. Esta novedad del atraso aún no ha hecho su aparición por esas tierras, como tampoco el pan tajado envuelto en plástico, ni las verduras precocidas ni las patatas prefritas. Tampoco los veloces hornos microondas. Pero más importante que todo ello, es que en mi pueblo los pollos no son fantasmagóricos, ya que todos vienen con patas y cabeza, y picotean y parpadean y corren cuando presienten el peligro. Pero óiganme: para recordar aquello de que estas aves de corral son aún levantadas a mano, con maíz verdadero y en el patio de la casa, tuve que venir a Europa.
            Sí. En España he aprendido a cocinar algunos deliciosos platos españoles, ya que la cocina es una de mis debilidades. He aprendido, por ejemplo, a preparar la mundialmente conocida tortilla a la española con huevos, patatas y guisantes; la paella valenciana con gambas, pollo, cerdo, langostinos y pulpo; el cocido madrileño, los calamares a la romana y los deditos de corvina. Pero también he aprendido a echar de menos, como nunca, algunos exquisitos platos de la cocina de mi madre; ante todo, el fascinante pollo guisado en leche de coco que prepara una de mis más queridas primas, llamada Tita.
            Por ello, luego de un mes en Madrid, decidí escribir una carta a mi prima, quien vive en el pueblo, allá en Sudamérica, solicitándole que me enviara por correo la receta, bien detallada, de su famoso estofado de pollo con coco. Y he aquí que un buen día de mes y medio después, no bien había llegado a casa el coco que encargamos a un mesonero de las Islas Canarias que tiene un puesto en el mercado de La Latina, me abordó el portero del edificio con una carta de Tita, puesta al correo en nuestro perdido pueblito sudamericano tres semanas atrás. Tita, quien no puede concebir que alguien venda pollos ya limpios y pelados, y mucho menos congelados, propuso en su carta que yo me apoyara en todo cuento ella supuso que yo sabía. Por ser la carta... de antología, De todas formas, me permito transcribirla con todo y su hortografía, palabra que, para variar, la prima Tita escribió con hache. He aquí la carta:
           
" Querido primo:
            Espero que al recivo de la presente, te encuentres bien en unión de todos los que te rodean. Dios quiera que todos por ayá estén bien en España. Si pasas por Brazil no te olvides de traerme un disco de samba.
            Me dice mi tía que quieres la reseta del pollo guizado en coco. Te la boy a dar. Procura hacer bien todos los pasos porque si no los sigues no te sale. Mira:
            Vas al mercado, bien temprano en la mañana, entes de que se llene de jente. Compras un pollo, le dices al señor que te lo despache gordo y grande pero que no sea biejo. Le cojes el peso agarrándolo por las patas y le das tres sacudiditas. Si te echa las manos para abajo, pesa como cuatro libras. Si no, no lo compres. Busca otro, o dile al biejo que te está robando. Después te lo llevas apié para la casa, siempre sosteniéndolo por las patas, para que la sangre se le baya para la cabeza y cuando lo comas salga blandito. Llegas a la casa y enseguida pones a erbir bastante agua en una olla bien grande, que quepa el pollo. Antes de matarlo, corretéalo bastante por el patio, para que se agite y se le ablanden la pechuga y los muslos. Las alas te van a salir duras, eso sí, porque el pollo no vuela. Cuando esté bien cansado, lo coges, y le retuerces el pescueso como un molenillo. Cuando estire la pata, lo metes en el agua irbiendo y esperas que se le ablanden las plumas. Después, lo sacas, sin chorriar el piso de la cocina, y te sientas en el banquito del patio a desplumarlo con cuidado, una por una. Cuando ya esté encuero  (perdona la mala palabra), lo pasas por el fogón, atisando bien el carbón que haga yama, y le quemas bien quemaditos los cañones de las plumas hasta que huela a chamuscado, como a brillantina moroline quemada, o camarajú tostao. Ahí, le cortas la cabeza con una champeta afilada y le echas la cabeza a los perros, que se van a poner felices. Lo abres y le sacas las bíseras, pero guardas lo que sirba: la molleja, el hígado y otras cositas. Le cortas las patas por abajo de las rodillas, y las guardas para el caldo “levantamuerto” de menudencia, que creo que allá te hará mucha falta porque me dicen que los españoles son bastate parranderos y bebedores, según he visto en las películas de Sarita Momtiel que he ido a ver al Teatro Martha.
Y ahí ya sí, ya, primo, te queda listo el pollo. Lo demás es fácil: lo guisas bien rico en leche de coco como tú sabes y mi tía Nhora, tu mamá, seguramente te enseñó... y te quedará delicioso.
            Bueno primo, saludes a todos por allá. Si ves por ahí un peinetón y una mantilla de sevillana, tráeme las dos cosos para el próximo baile de disfraces en el club. Acá te los pago. Sin más por el momento, se despide tu prima que te quiere mucho:    

Tita".

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